Siempre he pensado que lo más parecido a la magia no está en los trucos de luces, sino en los momentos en que las cosas abstractas—las ideas, las ganas, la pasión—chocan con la realidad y, de algún modo, logran no destrozarse en el impacto. Se necesita un recipiente para ese choque, un crisol. Y la semana pasada, nuestro crisol fueron un par de mesas largas, llenas de laptops, carpetas y tazas de café medio vacías.

El martes por la mañana, el aire aún olía a resaca de la recién terminada Minicopa. Las sonrisas eran un poco cansadas, pero los ojos tenían esa luz particular de quien ya está pensando en la siguiente jugada. No éramos una multitud, éramos los representantes de los clubes sede, la gente cuyo trabajo no termina cuando el último partido se apaga; la gente para quien el tenis es también una cuestión de logística, de fechas en un calendario y de la fe obstinada de que todo puede funcionar un poco mejor el año próximo.

La ATJ era el anfitrión, el director de orquesta intentando que un grupo de virtuosos—cada uno con su propia partitura y su propio instrumento—acordara tocar la misma sinfonía. La sinfonía, en este caso, era el Calendario Tenístico 2026.

Y así empezó la fragua.

No se forja un año de tenis con martillos y yunque, sino con frases como “esa fecha se empalma con el torneo nacional” o “necesitamos una semana de respiro para que los chicos se recuperen”. Se forja en la negociación amable pero firme, en el “¿y si lo probamos así?” que sigue a un “no puede ser”. Es un puzzle donde cada pieza es un club, una fecha, una categoría, y la imagen final no es un castillo estático, sino el mapa de un año vibrante y lleno de vida.

Hubo momentos de pura comedia. El debate interminable sobre si un fin de semana es “feriado” o “puente” o “la tumba de la asistencia”. La búsqueda desesperada en Google de un calendario 2026 para confirmar que el 30 de febrero, efectivamente, no existe. Las anécdotas de torneos pasados que se contaban no para matar el tiempo, sino para ilustrar un punto: “¿Recuerdas el ’19, cuando llovió y tuvimos que jugar a las 3 de la mañana en cancha 3? Eso no puede volver a pasarnos.”

Pero por debajo de la charla técnica y las risas, corría una corriente subterránea y poderosa: la convicción compartida de que esto importa. Que no se trataba solo de cuadrar fechas en celdas verdes de una hoja de cálculo, sino de estar diseñando los escenarios donde, dentro de unos meses, algún chico de 14 años vivirá la victoria más importante de su vida hasta ese momento. Donde una rivalidad de años se decidirá en un tie-break. Donde la gente se reunirá un domingo cualquiera, no alrededor de una pantalla, sino alrededor de una cancha, a vivir una historia en directo.

El miércoles por la tarde, cuando el último café fue rehecho por última vez y la última celda del Excel fue fusionada y coloreada, ocurrió la magia. La pantalla proyectada en la pared mostraba no un montón de fechas sueltas, sino una narrativa. Un relato de 2026, capítulo por capítulo, desde los apertura de febrero hasta los clásicos de noviembre. Había fluido, había climax, había descanso. Tenía sentido.

Nos levantamos con el cuerpo dolorido pero con una rara sensación de logro. No habíamos ganado un trofeo, no habíamos sacado un passing shot ganador. Habíamos hecho algo quizás más profundo: habíamos construido el escenario para que otros lo hicieran. Habíamos concluido la fragua.

Y ahora, mientras guardamos las laptops y apagamos la luz, solo queda esperar. Porque la hoja de ruta está lista. El 2026 ya no es un futuro abstracto, es una promesa escrita con fechas y sedes. Y tenemos la incómoda y maravillosa certeza de que, muy pronto, los jugadores, con sus raquetas y su talento, se encargarán de escribir la parte buena de la historia.

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